Pamir Highway (4) De Murgab a Osh
Vamos de Murgab a Osh. Más allá de las ventanillas de nuestro transporte está el vacío. Estamos solos. Solo el cielo azul, las tierras desérticas y las montañas abarcan todo el horizonte. Es la naturaleza en estado puro. Inhóspita y hostil para cualquier tipo de vida.
De Murgab a Osh
Voy en los asientos de atrás, delante de mí un turista francés que conocimos ayer habla sin parar. Kasia está a su lado y veo instintos asesinos en sus ojos. La entiendo porque él francés no calla ni un momento; nadie en el coche le atiende ni le contesta pero él, compulsivamente, continúa hablando. Además, como advertimos el día anterior, es bastante prepotente y cree ser un entendido en absolutamente todos los temas. Tendremos que aguantarle 10 o 12 horas de viaje. Afortunadamente el paisaje es espectacular y nos permite desconectar del francés y, simplemente, admirar el vacío desértico que nos rodea.
Karakul
De repente en mitad de la monotonía de marrones aparece una mancha que refleja los rayos del sol. Es el lago Karakul. A medida que nos acercamos el brillo se convierte en decenas de tonos azules y poco a poco se divisan las aguas del gran lago. Paramos en la larga carretera que nos ha traído hasta aquí. A un lado, el lago. Perfecto. Cristalino. Las montañas se reflejan en el agua como en un espejo. A lo lejos se ve el pueblo de Karakul compuesto por algunas casas de una sola planta. Al otro lado de la carretera aún se aprecia la vieja valla que separaba dos mundos. La URSS a un lado; China y Afganistán al otro. La valla que dejó a gran parte de los habitantes del imperio soviético sin metal para fabricar las herramientas necesarias para trabajar la tierra. Ahí sigue. Abandonada. Testigo y recordatorio de aquellos tiempos. Hoy en día resulta más barato comprar el metal que necesiten del extranjero que desmantelar los cientos de kilómetros de la valla.
Delante aunque aún no lo vemos, está el paso de Kyzyl Art que separa Tayikistán de Kirguistán. El desierto, de la verdes praderas. El Alto Badajshán se acaba; atrás dejamos Wakhan y estamos saliendo de Pamir, una meseta de 280 kilómetros de norte a sur y unos 400 kilómetros de este a oeste. Mentalmente me despido de los tayikos y de su hospitalidad, no quiero volver a tratar con los kirguizos pero el viaje debe continuar.
Kyzyl Art, de Tayikistán a Kirguistán
Seguimos subiendo hasta más de 4.600 metros sobre el nivel del mar. El puesto fronterizo de Tayikistán casi parece un campamento improvisado. Algunos barracones, un viejo contenedor donde se encuentra la oficina y unos cuantos tablones para tapar el agujero del suelo que sirve de cuarto de aseo. Hace frío y el viento helado sopla con fuerza a pesar de estar en pleno verano. Alichur me parecía inhabitable pero esto es aún peor. Charlamos con un par de jóvenes soldados. Tienen 19 años y están cumpliendo con el servicio militar obligatorio. Tuvieron la mala suerte de ser destinados a este paso fronterizo durante un año. Un par de jefes completan el grupo. En invierno las temperaturas caen por debajo de los 50 grados bajo cero, la nieve puede alcanzar un metro de altura y no hay nada que hacer ni ningún lugar donde ir salvo permanecer en los barracones viendo la televisión. Con una sonrisa en la boca nos cuentan que están bien porque pueden ver los partidos de fútbol y, a veces, hablar con algún turista, como nosotros, que se interesa por ellos.
Los siguientes veinte kilómetros son tierra de nadie. La carretera sin rastro de asfalto serpentea hacia abajo. Sorprendentemente se ven casas… ¿quién vive aquí? ¿son kirguizos o tayikos? Nuestro conductor nos cuenta que la gente que vive aquí se ocupa de despejar la nieve acumulada durante el largo invierno pero seguimos sin saber de qué viven… no hay agua, ni vegetación para los animales y menos aún para el cultivo.
A medida que descendemos empiezan a verse pequeños arbustos y hierba verde y bultos que se mueven. Al fijarnos bien nos damos cuenta de que son marmotas; cientos de marmotas que se alzan sobre sus patas traseras para observarnos, juegan, corren, y al percibir las sombras que se ciernen sobre ellas se esconden en sus madrigueras. Decenas de grandes águilas vuelan en círculos, escrutando, vigilando, eligiendo cuál llevarse a la boca como si estuvieran delante de un buffet libre.
Al fin llegamos a Bordobo, el puesto fronterizo de Kirguistán. Los guardias están en su caseta fumando tranquilamente; nosotros esperando. Veinte minutos después salen pero no nos atienden. Hay prioridades. Saludan a nuestro conductor y conversan durante un rato. Por fin nos piden los pasaportes y vuelven a sentarse en su caseta a conversar entre ellos mientras sostienen nuestros pasaportes en la mano. No esperan nada de nosotros, solo es su manera de demostrar su autoridad, su poder… Un rato después empiezan a mirarlos, ponen los correspondientes sellos y nos los entregan amablemente con una sonrisa de triunfo en los labios. Bienvenidos a Kirguistán… otra vez.
De Sary Tash a Osh
Seguimos bajando. Los paisajes estériles dan paso a verdes praderas del Valle de Alai. Solo una pared montañosa queda a nuestras espaldas. Muchos de los picos que forman la Cresta de Zaalay aún están cubiertos de nieve y entre todos ellos destaca el Pico Lenin con sus 7.134 metros de altitud; aunque desde el 2006 es oficialmente el Pico Avicena, todos siguen refiriéndose a él como Lenin.
Kirguistán es otro mundo en comparación con el Pamir tayiko. Ya en el Valle de Alai a más de 3.000 metros de altitud, todo es verde y cientos de caballos pastan y corren libremente. Se ven decenas de yurtas, siluetas de pastores con sus kalpak (altos sombreros característicos hechos de fieltro blanco con patrones bordados en negro), grandes rebaños de ovejas, grupos de arbustos con flores… vida que no nos hace pensar en por qué hay gente habitando estás tierras.
Todo el camino hasta Sary Tash nos parece igual de pintoresco. Diferentes tonalidades de verde nos rodean. Al llegar a Sary Tash nos encontramos con grupos de turistas kirguizos y extranjeros en excursiones organizadas. Pensábamos quedarnos unos días allí pero después de tanto tiempo sin ver más de diez personas juntas, esa “pequeña” multitud nos hace cambiar de idea y proseguimos el viaje con nuestros compañeros por un día incluyendo al francés que sigue hablando sin parar.
Continuamos descendiendo y el paisaje sigue cambiando más y más. Adiós Pamir. Entramos en el Valle de Ferganá, la región más fértil de Asia Central. 12 horas para un poco más de 400 kilómetros. De Murgab a Osh. De más de 3.600 metros de altitud hasta por debajo de los 1.000 metros.
De repente el calor y la humedad nos resultan insoportables aunque para nosotros el mayor shock es la cantidad de turistas. Miremos donde miremos hay turistas blancos. Oímos francés, alemán, español, inglés, polaco… Osh no tiene nada que ver con la ciudad que nosotros recordábamos. A finales de mayo con los últimos días del Ramadán no vimos ni un solo turista en los cinco días que estuvimos; ahora estamos a mitad de julio, la temporada alta de vacaciones en Europa. Incluso nos costó un poco conseguir un alojamiento bueno-bonito-barato.
Dos días después, ya recuperados de las aventuras en Tayikistán, ya asimiladas todas las buenas (y malas) experiencias que vivimos las últimas semanas; hicimos aquel camino que tanto nos gustó de Bishkek a Osh pero, esta vez, a la inversa.
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Víctor
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