Tayikistán: recorriendo Wakhan (1) Langar
Son las dos del mediodía y por fin nos movemos. Después de parar a llenar el depósito del 4×4 a los cinco minutos de salir de la “estación” de transporte, nos movemos. Ansiosos, nerviosos y llenos de ilusiones y expectativas. Sí, esas expectativas que siempre recomendamos no tener pero a veces no podemos evitarlas. Vamos al Corredor de Wakhan, hogar de las gentes más hospitalarias ya no solo de Tayikistán sino de todo Asia Central. Vamos en dirección a Langar, a cumplir otro más de nuestros sueños…
Habíamos oido que los transportes hacia Wakhan no salen antes del mediodía ya que la gente viene al mercado de Khorog por la mañana para hacer sus compras, comen, visitan a familia y amigos y luego vuelven a sus hogares a lo largo del Valle de Wakhan.
Media mañana esperando en el guesthouse, un paseo hasta la ”estación”, una hora de espera hasta que llega un 4×4 que va hacia Langar, corta negociación y el conductor nos dice que saldremos al mediodía; pues nos volvemos al bar a tomarnos un par de cervezas. Afortunadamente vamos ligeros de equipaje ya que la mayoría se queda en Khorog porque la idea es hacer parte del Corredor Wakhan andando.
Un poco antes de las doce estamos sentados a la sombra delante de nuestro 4×4, esperando a que empiecen a cargar el coche con enormes sacos de harina, cajas de tomates, pepinos, melocotones, sandías y garrafas de aceite. Empiezan pasada la una y les lleva 40 minutos componer el puzzle que coronará nuestro medio de transporte. El conductor se vuelve a ir, última charla con los amigos a los que ve todos los días y por fin nos hace señas de que nos subamos. Son las dos de la tarde y el coche estaba al sol. Empieza la aventura.
Camino a Langar
Pronto se acaba el asfalto y la carretera se convierte en la pista de tierra y grava que nos acompañará todo el camino hasta Langar, al final del Corredor de Wakhan. A nuestra derecha discurre el río Panj que hace de frontera natural con Afganistán pero no solo. Hace años, en tiempos del Imperio Ruso, era el final de los dominios soviéticos; hoy en día sigue separando dos mundos.
El lado afgano está dominado por las impresionantes montañas que forman Hindu Kush. Rocas y desierto. A veces unas chozas de barro con algunos campos verdes avisan de que hay vida en ese mundo paralelo, detenido en el tiempo. Solo en un par de lugares hay aldeas encajonadas entre las paredes de Hindu Kush y la orilla del rio… en esos lugares el valle es más amplio y tienen sus campos de cultivo, sus animales.
En algunos puntos el valle es tan estrecho que el rio es profundo y rápido, Afganistán queda a tiro de piedra y puedes saludar a algún campesino afgano o ver a niños jugando cerca de la orilla… ese mundo está tan cerca y a la vez tan lejos por la fuerte corriente. Cuando el valle se ensancha, se forman islas y el agua que corre entre ellas apenas llega a las rodillas… se podría cruzar andando si no fuera por la milicia que patrulla esas zonas y las torres de vigilancia repartidas a lo largo del cauce. Todo ese dispositivo de control no está ahí por la inmigración sino por la droga. Wakhan es el punto donde los traficantes de opio cruzan con sus cargamentos antes de cruzar Asia Central con destino a Rusia y a Europa.
Pasamos por varios controles militares más bien simbólicos, echan un vistazo al coche, saludan al conductor (aquí todos se conocen) y a nosotros, los únicos extranjeros, nos piden pasaportes, visados y permisos para GBAO que suponemos apuntarán en alguna libreta. No tengo claro para qué nos piden lo mismo en cada puesto, no hay más caminos que el que seguimos, por lo tanto si hemos pasado uno de los puestos de control anteriores, significa que tenemos todo en regla.
Después de siete horas, innumerables paradas para que el conductor salude a amigos y conocidos mientras discute con todos y cada uno de los pasajeros (es un imbécil), llegamos a Langar… aunque aún nos desviamos para dejar a un par de mujeres y casi el 80% de la carga que llevamos. Paredes de piedra, casas de barro, pequeños, huertos, gallinas picoteando lo que encuentran, ropa tendida al viento y niños jugando es lo único que vemos por las ventanas del coche. Solo pienso en que, el coche, pare de una vez para poder observar detenidamente todo eso, la vida de un pueblo en Wakhan. Finalmente bajamos del 4×4, le pagamos 90 TJS por persona y nos encaminamos en busca de una casa (que algún día será un homestay) que nos han recomendado.
Nuestro hogar en Langar
En una casa a cincuenta metros de la carretera principal donde nos ha dejado el 4×4 preguntamos por Pashambe.
Soy yo, nos contesta.
El dueño y cabeza de familia de la casa y nos pide disculpas porque no tiene ducha y el baño (típico en estas tierras) es un agujero en el suelo dentro de un cobertizo a unos metros de la casa. Nos enseña la habitación. Coloridos colchones que sirven para sentarse alrededor de la mesa baja o para dormir cubren la mayoría de la estancia, una bombilla cuelga del techo y un gran poster con una imagen de La Mecca en Arabia Saudita. Simple pero muy acogedora. Negociamos el precio de la habitación y de las cenas por separado y, para su alivio, le decimos que cenaremos lo mismo que ellos; no necesitamos nada que ellos no tengan.
Nos lavamos un poco en una tubería que dirige el agua del río al terreno que utilizan de patio y nos sentamos en el murete que marca la propiedad a charlar con él mientras su mujer y su hija preparan la cena en una cocina exterior alimentada con estiércol de vaca. Pasta y patatas; todo cocido y sofrito con un poco de aceite, ensalada de tomate y pepino, pan casero y té.
Por la mañana después del desayuno (pan recién hecho, huevos fritos, tomates y té) nos sentamos, de nuevo, en el murete y observamos lo que nos rodea. La casa de Pashambe está al lado de un río que desemboca en el Panj. El sonido es hipnotizador e invita a sentarse tranquilamente, observar, conversar… y eso hacemos.
Baño y cocina
Pashambe nos cuenta que en Wakhan es feliz. Tienen todo lo que necesitan: agua fresca del río, verduras y frutas que ellos mismos cultivan, leche, queso, huevos y carne de sus animales y un paisaje espectacular; hoy en día tienen electricidad, teléfono y algunos incluso Internet. También está el hecho de que cada familia tiene por lo menos a uno de sus miembros trabajando en Rusia y enviando dinero a casa. Para nosotros puede parecer una situación dura; para ellos, también solo que ellos ya están más que habituados y te lo cuentan como algo de lo más normal, incluso, con orgullo si viven en Moscú, la capital del gigante ruso. Todo esto deja miles de familias incompletas; esposas sin maridos, niños sin conocer a su padre, padres y madres que no ven a sus hijos desde hace años y sin expectativas de verlos en un futuro próximo. Pero es el precio a pagar por tener dinero. Dinero para comprar todo lo que no da la tierra o los animales. Dinero para reparar los destrozos que el duro invierno provoca en sus casas. Dinero para ropa, teléfonos o el transporte a otros pueblos en busca de medicamentos.
Pashambe, su esposa y su hija trabajan todo el día en su huerto y con sus animales. ¿Son pobres? Depende del punto de vista. A través de la mirada occidental se diría que sí, son pobres o no; desde la mirada de las, cada día más, personas que abandonan la ciudad para regresar al campo, a la vida tradicional de pueblo, a la agricultura sostenible, a la apicultura, a la permacultura… Ellos se conforman con lo que tienen pero, al mismo tiempo, aspiran a más. Pashambe nos cuenta que algún día le gustaría tener un guesthouse y está trabajando en ello: ha empezado las obras para construir un cuarto de baño y cuando lo termine podrá poner un cartel en la carretera anunciando su negocio. Los dólares que aportarán los turistas serán una buena fuente de entrada de efectivo que, quizás, permita a su hijo volver de Rusia, encontrar una esposa y crear una familia.
Durante la charla con Pashambe le preguntamos si podemos quedarnos otra noche. Queremos pasear por el pueblo y admirar el Hindu Kush en el lado afgano del río. Pashambe, poniéndose la mano en el corazón, nos dice que su casa es nuestra casa.
Descubriendo Langar
Dejamos a la familia con sus quehaceres y nos vamos a perdernos por las calles de Langar. Los adultos trabajan sus huertos o conducen a sus animales a pastar. Los niños juegan en la calle con cualquier cosa, desde palos simulando espadas hasta hacer girar una vieja rueda de bicicleta con un palo, gritan, corren y ríen… A los diez minutos ya nos están invitando a sus casas a tomar té que rechazamos amablemente con la excusa de que acabamos de desayunar. Sabemos que aquí el té viene con dulces, pan y mermeladas; luego se pasa a comer, a cenar… a comer productos que es posible que ni ellos puedan permitirse pero pedirán prestado para ofrecerlos a la visita, al extranjero. Al Otro.
El sol pega con fuerza a esta altitud y cada vez que nos paramos en alguna sombra, alguien nos invita a tomar té, los niños nos saludan curiosos y los adultos nos preguntan qué hacemos allí y dónde está nuestro conductor o nuestro coche. Pocos se imaginan que estamos solos, sin vehículo propio ni alquilado.
Antes del mediodía nos encaminamos hacia las montañas donde “cuelgan” muchas de las casas de Langar. Pasamos por casas de una planta y huertos antes de llegar a la montaña misma. Nuestra intención no es llegar a lo petroglifos que, según los guías turísticos, son la única atracción de Langar sino subir todo lo que podamos para admirar las vistas. Descubrimos un cementerio en lo alto y hacia allí nos encaminamos. Las tumbas están en una empinada pendiente con vistas al valle y con el muro del Hindu Kush que cubre todo el horizonte como un telón de fondo. El paisaje es impresionante más aún cuando piensas que allí, al pie de ese gigante montañoso vive gente.
De vuelta cruzando el pueblo: andamos, paramos, conversamos. Como en un bucle pero sin resultar aburrido; al contrario, llevamos unas de las sonrisas más amplias de nuestra vida estampadas en la cara. Estamos contentos, pletóricos. Estamos en Langar y nos sienta bien.
Después de descansar del sol y comer algo en nuestra habitación, salimos otra vez a explorar los alrededores. Esta vez queríamos ver el puente que une Tayikistán con Afganistán cruzando el río a pesar de que este paso fronterizo está cerrado para los extranjeros. Poco antes de llegar el viento empezó a soplar con tanta fuerza que nos hizo dar la vuelta. Inclinados hacia delante y con los ojos casi cerrados conseguimos llegar a nuestra habitación cubiertos de polvo.
Nos acostamos felices, pensando en todo lo que nos había pasado en Langar y en tan solo un día… ¿qué más nos esperaba en nuestro propósito de andar de pueblo en pueblo a partir del día siguiente?
Sigue a ese lado de la pantalla porque esto continuará…
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Víctor
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