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Matsumoto

Sorpresas en Matsumoto

Matsumoto es para muchos una parada de camino a Nagano o una excursión de un día desde Tokio. Un par de horas son suficientes para ver la mayor atracción de la ciudad, el Castillo de los Cuervos. Nosotros, a pesar de tener solo 16 días para Japón, nos quedamos dos noches en Matsumoto. No fue por el castillo ni por ninguna atracción oculta que solo nosotros conocíamos, fue porque teníamos la ocasión de vivir en una bonita casa con una familia japonesa gracias a Couchsurfing.

Lo mejor de nuestra visita a Matsumoto no fue el castillo, ni ninguna atracción turística, ni la comida; fue la estancia con la familia japonesa de la que escribiré al final de este post.

De Tokio a Matsumoto

El viaje en tren desde Tokio no es aburrido. Aunque al principio solo hay edificios de viviendas para albergar a los habitantes de la ciudad más poblada del mundo, poco a poco el paisaje cambia. Los edificios dejan paso a las casas unifamiliares, luego a verdes colinas con montañas a lo lejos. Si la suerte y el buen tiempo acompaña se puede ver el Monte Fuji, majestuoso y perfecto. Poco a poco las montañas se nos echan encima, vemos densos bosques que ascienden las laderas hasta desaparecer en la nieve atravesada por altos picos rocosos. Matsumoto está rodeado de montañas y aunque el frío invierno ya pasó, nos recibe con un par de grados y un viento helado que hace sentir que la temperatura está por debajo de cero.  

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El Castillo de Matsumoto

La fundación de Matsumoto se remonta al siglo VIII aunque en aquel entonces se le llamó Fukashi. El castillo que heredó su nombre se construyó a finales del siglo XVI y se convirtió en el eje del desarrollo de la ciudad. Hoy día es el castillo de madera más antiguo de Japón pero es su color negro lo que lo hace especial y le da el sobrenombre de El Castillo de los Cuervos.

Al Castillo de los Cuervos se llega atravesando un pintoresco puente rojo que se eleva sobre el ancho foso, que hoy día se asemeja más a un lago, con carpas y patos nadando en sus aguas. Desde el exterior se aprecian cinco niveles pero al entrar y subir se cuentan seis. Este sexto nivel no tiene amplias ventanas sino estrechas aberturas que pasaban desapercibidas para los posibles atacantes convirtiéndolo en un refugio seguro para sus ocupantes.

Ya nos habían dicho que los castillos japoneses son más bonitos por fuera que por dentro y que visto uno, vistos todos. Y, para ser sincero, así fue con el Castillo de Matsumoto pero queríamos ver al menos uno. La entrada nos costó 610 yenes (un poco menos de 5 euros) y mereció la pena. Al entrar te dan una bolsa de plástico donde poner tu calzado y tienes que hacer el recorrido descalzo. Quizás en verano sea agradable (poco higiénico pero agradable). En invierno caminar descalzo sobre tablas de madera durante casi media hora, nos dejó los pies helados aunque, afortunadamente, llevábamos calcetines gruesos. A lo largo del recorrido hay algunas vitrinas con objetos expuestos pero el frío suelo y el viento soplando a través de las ventanas sin cristales me quitaba las ganas de detenerme a observarlos. De lo que sí disfrute fue de los 360 grados de vistas desde lo alto del castillo. 

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Si decides venir al Castillo de los Cuervos, acuérdate de traer un par de calcetines de reserva; en verano por higiene y en invierno para no perder ningún dedo del pie por congelación.

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Descubriendo Matsumoto

Un agradable paseo nos llevó desde el castillo al río Metoba. En una de las calles a lo largo del río hay pequeñas tiendas con artesanías, antigüedades y recuerdos pero, sobre todo, hay figuras de ranas por todas partes. Pequeñas, grandes, esculturas, figuras, postales, galletas, mil y un recuerdos con imágenes de ranas. En el blog polaco wkrainietajfunow.pl (en el país de los tifones) que nos sirvió de inspiración para planificar nuestra visita a Japón explica el porqué esta afición a las ranas: “en 1972 la contaminación del río Metoba alcanzó un nivel tan alto que la población de ranas desapareció de sus aguas. Los residentes decidieron ponerle remedio a esa tragedia. Limpiaron el lecho del río, construyeron el Templo de las Ranas y decoraron las calles de la ciudad con decenas de estatuas de ranas.” 

Al otro lado del río y de las tiendas, nuestros anfitriones nos llevaron a la cafetería más antigua de la ciudad. Acogedora, con clientes habituales, sin turistas y donde cada objeto expuesto como decoración es una antigüedad. Entramos en calor no solo con el café tostado por ellos mismos sino por el ambiente. Nos sentíamos más en casa de alguien que en un establecimiento público. 

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En una casa japonesa

Como acabas de leer, Matsumoto se merece una visita a ser posible sin prisas. Nosotros tuvimos la suerte de disponer de dos días para disfrutar del lugar gracias a Yoko y su familia. Yoko es profesora de inglés en un colegio, canta en el coro de la iglesia y cuida de su hijo J. de ocho años y de su hija M. de casi cinco mientras su marido E. tiene su propia tienda en Tokio donde crea, diseña y cose elegantes trajes de hombre. Creemos que el marido dejó el negocio a cargo de sus empleados especialmente para estar en casa durante nuestra visita.

Nos dieron una amplia habitación en la segunda planta con las paredes revestidas de madera y un par de cómodos futones tradicionales a ras de suelo, con gruesas colchas y cómodos cojines. Dejamos las mochilas y bajamos al salón con cocina abierta para ayudar a preparar la cena. Nos quedamos boquiabiertos al ver que no nos necesitaban para nada. Aparte del marido (típico japonés) que no hacía nada, Yoko disponía los diferentes sashimis en bandejas y vigilaba la cocción del arroz, el hijo de ¡8 años! subido en un pequeño taburete sofreía cerdo con jengibre, la hija (con menos de 5 añitos) iba poniendo en la mesa los platos, cuencos, palillos y salsas. Yo me puse con la mesa y Kasia con la niña a cortar las láminas de nori en pequeños cuadrados. Cuando todo estuvo preparado nos sentamos sobre cojines planos en el suelo alrededor de la mesa, cada uno recibió un pequeño cuenco con salsa de soja y wasabi y empezó el festín. En un pedazo de nori se coloca arroz, el sashimi o la carne que uno quiera, jengibre rayado al gusto, se enrolla y, después de mojarlo en la salsa, llega una explosión de sabores al paladar. Se me hace la boca agua al recordarlo.

La escena se repitió por la mañana. J, el hijo delante de los fuegos hacía varias tortillas que iba enrollando directamente sobre la sartén. Al terminar cortó el rollo que había formado y sirvió un trozo en cada plato. Unos pasteles tostados de arroz, sopa de miso, ensalada y unas verduras marinadas completaron el desayuno. Yoko intenta cambiar las costumbres de que los hombres no hacen nada en casa y las mujeres se ocupan de todo. Su hijo cocina usando fuego y aceite hirviendo, usa cuchillos grandes, pone y quita la mesa, sirve té y friega los platos si es necesario. Aunque a J. le gusta mucho cocinar, tiene muy claro que quiere ser de mayor: carpintero.

Tanto Yoko como su marido E. son de Matsumoto. Fueron a Tokio a estudiar y trabajar se quedaron durante años hasta que decidieron tener hijos. Prefirieron criar a sus hijos en su ciudad natal, mucho más tranquila que la gran metrópolis de Tokio. Aunque los salarios sean más bajos, la calidad de vida es mejor. Yoko, además de enseñar inglés en un colegio, participa en muchas otras actividades para la comunidad local y canta en el coro de la iglesia.

Fiesta de despedida

La última noche asistimos a una fiesta sin saber que nosotros éramos los invitados de honor. Ya nos habían hablado de una reunión con algunos de los alumnos y sus madres, así que nos montamos en el coche y fuimos a un centro cultural donde Yoko había “alquilado” una sala cubierta de tatamis. Al final éramos 14 personas incluida la hermana de Yoko con sus dos hijos. Tuvimos cena, bailes, canciones, recitaciones y juegos con un mapamundi (una pelota hinchable). Hicimos una pequeña presentación sobre nuestro viaje y nos lo pasamos muy bien pero no tan bien como los niños. Volvimos a casa agotados pero con una sonrisa en la cara que tardó días en borrarse.

Por la mañana, después de otro desayuno típico, nos llevaron en coche a las afueras de la ciudad para probar el auto-stop en Japón. Nos dirigíamos a Hirayu-Onsen, a un ryokan en las montañas pero eso es otra historia? 

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Víctor

Atípico español, que no aguanta los toros, el fútbol, el flamenco y el calor. Le encanta el invierno y la cerveza fría. Profesor de español de vocación. Un cabezota que siempre tiene su opinión. Manitas comparable a MacGyver, con cinta, cuerda y un cuchillo arregla casi todo y con pegamento, todo. Cuando coge un libro, el mundo no existe. Bueno, lo mismo pasa si se pone a acariciar a perros y gatos. Se levanta y se despierta al mismo tiempo. Vamos, un tipo majo 😀

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